La felicidad es un estado emocional activado por el sistema límbico en el que, al contrario de lo que cree mucha gente, el cerebro consciente tiene poco que decir. Al igual que ocurre con los billones de membranas que protegen a sus respectivos núcleos y que hacen de nuestro organismo una comunidad andante de células, desgraciadamente el cerebro consciente se entera demasiado tarde cuando una de esas células ha decidido actuar como un terrorista: un tumor cancerígeno, por ejemplo, que decide por su cuenta y riesgo prescindir de la comunicación solidaria con su entorno, a costa de poner en peligro a todo el colectivo.
Las miles de agresiones que sufren las células a lo largo del día, así como los procesos regenerativos o reparadores puestos en marcha automáticamente, también escapan a la capacidad consciente del cerebro. En lo esencial estamos programados, aunque sea imperfectamente. En la actualidad, tras décadas de estudios dedicados a la mosca de la fruta, una extraña compañera de viaje con la que compartimos buena parte de nuestra herencia genética, se ha descubierto una proteína llamada CREB que incide poderosamente en la transformación de la información en memoria a largo plazo. También afecta a otras áreas del comportamiento, como nuestros instintos maternales y nuestros ritmos de sueño y vigilia. Esto sugiere que la maquinaria molecular implicada en los procesos de la memoria y del aprendizaje se ha conservado prácticamente intacta. De ahí arranca el problema de la búsqueda de la felicidad supeditada a la genética y a las emociones programadas vulnerables. No es la única instancia en la que el trabajo de la evolución habría culminado de otra manera si, en lugar del resultado de la convergencia evolutiva, se hubiera podido ingeniar de nuevo. El sistema de visión de los humanos es un buen ejemplo de ello.
El escaso papel desempeñado por el cerebro consciente en los procesos celulares no implica, en cambio, que se pueda vivir al margen de ellos.
La contaminación atmosférica, la acción del oxígeno o el estrés a través de los flujos hormonales inciden, directamente, sobre las células o los restos de células. Las decisiones conscientes, como dejar de fumar, contribuyen a disminuir el número de agresiones; y las acciones tendentes a reforzar los procesos reparadores, como la ingesta de antioxidantes, también pueden modelar la longevidad de las células.
Ocurre lo mismo con las emociones. Su origen en la parte no consciente del cerebro no implica que se pueda vivir al margen del sistema límbico. A pesar de la relativa incompatibilidad entre los códigos primitivos que emanan de la amígdala y el hipotálamo por una parte, y del neocórtex por otra; a pesar del ímpetu avasallador de los instintos sobre el pensamiento lógico o racional; a pesar del escaso conocimiento acumulado sobre los procesos y la inteligencia emocional con relación a las actividades ubicadas en la corteza superior del cerebro, sería aberrante creer que se puede vivir al margen de las emociones. Sin embargo, ése fue el modelo elegido por los humanos desde los albores de la historia del pensamiento, incluso a partir de la etapa «civilizada» que arranca en los tiempos babilónicos, gracias a la invención de la escritura. Aquel modelo se ha prolongado hasta hace menos de una década. De ahí que el siglo xx nos haya dejado con esa impresión, como me dijo en una ocasión el pintor Antonio López, «de falta de esplendor».
Esa falta de esplendor obedece a razones que van mucho más allá del error de haber singularizado las emociones como la componente irracional y detestable del ser humano; una característica de todas las grandes religiones y de los pensadores griegos como Platón. Es más, hasta hace muy pocos años, también la comunidad científica despreciaba el estudio del sistema emocional como algo voluble, difícil de evaluar y por lo tanto ajeno a su campo de investigación. La verdad es que la falta de esplendor a la que se refería Antonio López, que enturbia la mirada de la gente en pleno siglo xxi, tiene causas biológicas profundas. La falta de esplendor es el reflejo de la notoria ausencia de una emoción llamada felicidad, ya que los humanos —por razones que se analizarán a continuación— soportan un déficit inesperado de este bien por causas estrictamente evolutivas.
Todos los organismos vivos se enfrentan a una alternativa trascendental: deben asumir qué parte de sus recursos limitados dedican a las inversiones que garanticen la perpetuación de su especie, y qué parte de sus esfuerzos se destinan al puro mantenimiento del organismo. Cualquier equivocación al resolver este dilema se paga —a través de la selección natural— con la desaparición de la especie. No se pueden cometer errores y si se cometen, los criterios de adaptación a un entorno determinado premiarán a la especie que no los haya cometido. Los animales extraen su energía del oxígeno que reacciona con sus compuestos ricos en hidrógeno, de la misma manera que una llama se mantiene «viva» mientras sus ceras enriquecidas de hidrógeno tienen suficiente combustible de oxígeno. Pero —como explica Dorion Sagan, el hijo del famoso astrónomo Carl Sagan y de la bióloga Lynn Margulis—, la «cremá» de los organismos comporta, además del mantenimiento de una forma determinada durante un período relativamente corto, como ocurre con una llama parpadeante, la reproducción de su forma y funciones para la posteridad.
En algunos casos esta inversión implica unos costes extraordinarios. Así ocurre con la rata marsupial australiana Antechinus stuarti. Su vida es una batalla entre los machos para conseguir hembras con las que copular durante doce horas seguidas. En esta batalla consumen la salud de sus órganos principales y su vida, que se apaga en el curso de un solo período de apareamiento. En el caso de las longevas tortugas, la evolución hizo compatible lo aparentemente contradictorio: la apreciable inversión en reproducción que supone encontrar pareja para un animal que necesita mucho tiempo para recorrer su hábitat, se contrapone a un gasto de mantenimiento todavía más cuantioso —mantener vivo el organismo durante muchos años— gracias a la reducción drástica de costes de mantenimiento gracias a la hibernación. La longevidad de las tortugas, auspiciada por el sofisticado caparazón protector y necesaria, dada la clamorosa lentitud de sus ademanes, no hubiera podido financiarse sin los respiros que da el gasto cero en mantenimiento durante la hibernación.
Como sugiere el gerontólogo Tom Kirkwood, de la Universidad de Newcastle upon Tyne, la selección natural alcanzará su compromiso óptimo entre la energía gastada en reproducción y la consumida en mantenimiento cuando cualquier mejora en la reproducción sea contrarrestada por una pérdida creciente de la capacidad de supervivencia. En estas condiciones, es fácil entender por qué cada especie tiene una longevidad distinta. Los animales expuestos a un elevado riesgo invertirán menos en mantenimiento y mucho en reproducción, mientras que los organismos expuestos a un nivel de riesgo pequeño actuarán de la forma contraria.
Un caparazón como el de la tortuga, tal como sugería, protege de muchos accidentes y de los depredadores. No tiene sentido gastar poco en mantenimiento y envejecer rápido porque siendo su esperanza de vida elevada, vale la pena mejorar un poco los recursos en mantenimiento y así
no desperdiciar las posibilidades de protección a largo plazo que ofrece el caparazón.
Los murciélagos, que desarrollaron la capacidad de volar partiendo de su condición de roedores, viven más que los ratones, que siguen rastreando la tierra. Pero también se reproducen más despacio. En conjunto, los pájaros viven más que los animales que habitan en guaridas subterráneas, y las aves que no vuelan viven menos que las demás.
Los homínidos se caracterizan por un sistema de reproducción tremendamente ineficaz y, por lo tanto, oneroso. La vía de la reproducción sexual en lugar de la simple subdivisión clónica, como en las estrellas de mar, implica que en lugar de reproducir un ser partiendo de otro hacen
falta dos para que nazca un tercero. La perpetuación de la especie exige superar dos barreras casi infranqueables: la indefensión derivada de una larguísima infancia originada por un nacimiento prematuro y la búsqueda aleatoria y terriblemente costosa de pareja. Las inversiones del organismo en las tareas de reproducción eran, y siguen siendo, cuantiosas: búsqueda de pareja, a menudo infructuosa, en otra familia o tribu, a la que se arrebata exponiéndose a represalias; una pubertad tardía, pocos años antes de que expirara la esperanza de vida —inferior a treinta años hasta hace menos de siglo y medio—; contados períodos de fertilidad de las hembras y gestaciones largas y a menudo demasiado improductivas.
Para la especie humana, cuyo organismo se enfrenta a las inversiones vitales para superar todos estos obstáculos, resultaba contraproducente invertir en exceso en el mantenimiento de un organismo que, de todos modos, no iba a superar los treinta años de vida. Compaginar un coste altísimo de reproducción con una esperanza de vida efímera pasaba por escatimar el presupuesto destinado al mantenimiento y, por lo tanto, a la felicidad. Bastaba un sistema inmunitario que hiciera frente, mal que bien, a las infecciones externas clásicas y conocidas, transmitidas por los insectos sociales; o que contara con los mecanismos elementales para cicatrizar las heridas frecuentes en los entornos primitivos.
En ese diseño biológico —cuando la vida se agotaba pronto, sin apenas tiempo para garantizar la reproducción—, no tenía sentido contemplar los efectos del desgaste celular provocado por la edad madura, la acumulación de células indeseables, o las mutaciones en los cromosomas y mitocondrias. No entraban en los cálculos evolutivos la fijación de objetivos como el del mantenimiento de la salud o la conquista de la felicidad.
Si quedaba algún recurso disponible era más lógico asignarlo a las pesadas cargas de la reproducción. El objetivo de una vida feliz y sin problemas se dejaba para el más allá. Eso sí: un futuro lleno de bonanza y para la eternidad. Sin apenas inversión, se suponía que todos los gastos se centrarían en el puro mantenimiento por los siglos de los siglos. A los gobiernos siempre les ha convenido que sus súbditos postergaran a la otra vida la felicidad; valga como tétrico ejemplo el uso de bosnios musulmanes por las tropas nazis en sus operaciones de conquista, subrayando la eficacia bélica de los que sacrificaban su vida sabiendo que el paraíso después de la muerte sería su recompensa.
Las miles de agresiones que sufren las células a lo largo del día, así como los procesos regenerativos o reparadores puestos en marcha automáticamente, también escapan a la capacidad consciente del cerebro. En lo esencial estamos programados, aunque sea imperfectamente. En la actualidad, tras décadas de estudios dedicados a la mosca de la fruta, una extraña compañera de viaje con la que compartimos buena parte de nuestra herencia genética, se ha descubierto una proteína llamada CREB que incide poderosamente en la transformación de la información en memoria a largo plazo. También afecta a otras áreas del comportamiento, como nuestros instintos maternales y nuestros ritmos de sueño y vigilia. Esto sugiere que la maquinaria molecular implicada en los procesos de la memoria y del aprendizaje se ha conservado prácticamente intacta. De ahí arranca el problema de la búsqueda de la felicidad supeditada a la genética y a las emociones programadas vulnerables. No es la única instancia en la que el trabajo de la evolución habría culminado de otra manera si, en lugar del resultado de la convergencia evolutiva, se hubiera podido ingeniar de nuevo. El sistema de visión de los humanos es un buen ejemplo de ello.
El escaso papel desempeñado por el cerebro consciente en los procesos celulares no implica, en cambio, que se pueda vivir al margen de ellos.
La contaminación atmosférica, la acción del oxígeno o el estrés a través de los flujos hormonales inciden, directamente, sobre las células o los restos de células. Las decisiones conscientes, como dejar de fumar, contribuyen a disminuir el número de agresiones; y las acciones tendentes a reforzar los procesos reparadores, como la ingesta de antioxidantes, también pueden modelar la longevidad de las células.
Ocurre lo mismo con las emociones. Su origen en la parte no consciente del cerebro no implica que se pueda vivir al margen del sistema límbico. A pesar de la relativa incompatibilidad entre los códigos primitivos que emanan de la amígdala y el hipotálamo por una parte, y del neocórtex por otra; a pesar del ímpetu avasallador de los instintos sobre el pensamiento lógico o racional; a pesar del escaso conocimiento acumulado sobre los procesos y la inteligencia emocional con relación a las actividades ubicadas en la corteza superior del cerebro, sería aberrante creer que se puede vivir al margen de las emociones. Sin embargo, ése fue el modelo elegido por los humanos desde los albores de la historia del pensamiento, incluso a partir de la etapa «civilizada» que arranca en los tiempos babilónicos, gracias a la invención de la escritura. Aquel modelo se ha prolongado hasta hace menos de una década. De ahí que el siglo xx nos haya dejado con esa impresión, como me dijo en una ocasión el pintor Antonio López, «de falta de esplendor».
Esa falta de esplendor obedece a razones que van mucho más allá del error de haber singularizado las emociones como la componente irracional y detestable del ser humano; una característica de todas las grandes religiones y de los pensadores griegos como Platón. Es más, hasta hace muy pocos años, también la comunidad científica despreciaba el estudio del sistema emocional como algo voluble, difícil de evaluar y por lo tanto ajeno a su campo de investigación. La verdad es que la falta de esplendor a la que se refería Antonio López, que enturbia la mirada de la gente en pleno siglo xxi, tiene causas biológicas profundas. La falta de esplendor es el reflejo de la notoria ausencia de una emoción llamada felicidad, ya que los humanos —por razones que se analizarán a continuación— soportan un déficit inesperado de este bien por causas estrictamente evolutivas.
Todos los organismos vivos se enfrentan a una alternativa trascendental: deben asumir qué parte de sus recursos limitados dedican a las inversiones que garanticen la perpetuación de su especie, y qué parte de sus esfuerzos se destinan al puro mantenimiento del organismo. Cualquier equivocación al resolver este dilema se paga —a través de la selección natural— con la desaparición de la especie. No se pueden cometer errores y si se cometen, los criterios de adaptación a un entorno determinado premiarán a la especie que no los haya cometido. Los animales extraen su energía del oxígeno que reacciona con sus compuestos ricos en hidrógeno, de la misma manera que una llama se mantiene «viva» mientras sus ceras enriquecidas de hidrógeno tienen suficiente combustible de oxígeno. Pero —como explica Dorion Sagan, el hijo del famoso astrónomo Carl Sagan y de la bióloga Lynn Margulis—, la «cremá» de los organismos comporta, además del mantenimiento de una forma determinada durante un período relativamente corto, como ocurre con una llama parpadeante, la reproducción de su forma y funciones para la posteridad.
En algunos casos esta inversión implica unos costes extraordinarios. Así ocurre con la rata marsupial australiana Antechinus stuarti. Su vida es una batalla entre los machos para conseguir hembras con las que copular durante doce horas seguidas. En esta batalla consumen la salud de sus órganos principales y su vida, que se apaga en el curso de un solo período de apareamiento. En el caso de las longevas tortugas, la evolución hizo compatible lo aparentemente contradictorio: la apreciable inversión en reproducción que supone encontrar pareja para un animal que necesita mucho tiempo para recorrer su hábitat, se contrapone a un gasto de mantenimiento todavía más cuantioso —mantener vivo el organismo durante muchos años— gracias a la reducción drástica de costes de mantenimiento gracias a la hibernación. La longevidad de las tortugas, auspiciada por el sofisticado caparazón protector y necesaria, dada la clamorosa lentitud de sus ademanes, no hubiera podido financiarse sin los respiros que da el gasto cero en mantenimiento durante la hibernación.
Como sugiere el gerontólogo Tom Kirkwood, de la Universidad de Newcastle upon Tyne, la selección natural alcanzará su compromiso óptimo entre la energía gastada en reproducción y la consumida en mantenimiento cuando cualquier mejora en la reproducción sea contrarrestada por una pérdida creciente de la capacidad de supervivencia. En estas condiciones, es fácil entender por qué cada especie tiene una longevidad distinta. Los animales expuestos a un elevado riesgo invertirán menos en mantenimiento y mucho en reproducción, mientras que los organismos expuestos a un nivel de riesgo pequeño actuarán de la forma contraria.
Un caparazón como el de la tortuga, tal como sugería, protege de muchos accidentes y de los depredadores. No tiene sentido gastar poco en mantenimiento y envejecer rápido porque siendo su esperanza de vida elevada, vale la pena mejorar un poco los recursos en mantenimiento y así
no desperdiciar las posibilidades de protección a largo plazo que ofrece el caparazón.
Los murciélagos, que desarrollaron la capacidad de volar partiendo de su condición de roedores, viven más que los ratones, que siguen rastreando la tierra. Pero también se reproducen más despacio. En conjunto, los pájaros viven más que los animales que habitan en guaridas subterráneas, y las aves que no vuelan viven menos que las demás.
Los homínidos se caracterizan por un sistema de reproducción tremendamente ineficaz y, por lo tanto, oneroso. La vía de la reproducción sexual en lugar de la simple subdivisión clónica, como en las estrellas de mar, implica que en lugar de reproducir un ser partiendo de otro hacen
falta dos para que nazca un tercero. La perpetuación de la especie exige superar dos barreras casi infranqueables: la indefensión derivada de una larguísima infancia originada por un nacimiento prematuro y la búsqueda aleatoria y terriblemente costosa de pareja. Las inversiones del organismo en las tareas de reproducción eran, y siguen siendo, cuantiosas: búsqueda de pareja, a menudo infructuosa, en otra familia o tribu, a la que se arrebata exponiéndose a represalias; una pubertad tardía, pocos años antes de que expirara la esperanza de vida —inferior a treinta años hasta hace menos de siglo y medio—; contados períodos de fertilidad de las hembras y gestaciones largas y a menudo demasiado improductivas.
Para la especie humana, cuyo organismo se enfrenta a las inversiones vitales para superar todos estos obstáculos, resultaba contraproducente invertir en exceso en el mantenimiento de un organismo que, de todos modos, no iba a superar los treinta años de vida. Compaginar un coste altísimo de reproducción con una esperanza de vida efímera pasaba por escatimar el presupuesto destinado al mantenimiento y, por lo tanto, a la felicidad. Bastaba un sistema inmunitario que hiciera frente, mal que bien, a las infecciones externas clásicas y conocidas, transmitidas por los insectos sociales; o que contara con los mecanismos elementales para cicatrizar las heridas frecuentes en los entornos primitivos.
En ese diseño biológico —cuando la vida se agotaba pronto, sin apenas tiempo para garantizar la reproducción—, no tenía sentido contemplar los efectos del desgaste celular provocado por la edad madura, la acumulación de células indeseables, o las mutaciones en los cromosomas y mitocondrias. No entraban en los cálculos evolutivos la fijación de objetivos como el del mantenimiento de la salud o la conquista de la felicidad.
Si quedaba algún recurso disponible era más lógico asignarlo a las pesadas cargas de la reproducción. El objetivo de una vida feliz y sin problemas se dejaba para el más allá. Eso sí: un futuro lleno de bonanza y para la eternidad. Sin apenas inversión, se suponía que todos los gastos se centrarían en el puro mantenimiento por los siglos de los siglos. A los gobiernos siempre les ha convenido que sus súbditos postergaran a la otra vida la felicidad; valga como tétrico ejemplo el uso de bosnios musulmanes por las tropas nazis en sus operaciones de conquista, subrayando la eficacia bélica de los que sacrificaban su vida sabiendo que el paraíso después de la muerte sería su recompensa.
CRÍTICA AL LIBRO “EL ALMA ESTÁ EN EL CEREBRO”. Autor: Eduard Punset
ResponderEliminarSolamente encarna el 10 % de espíritu y es independiente del organismo físico. En cuanto al lugar en que se aloja no es el cerebro sino el chakra cardíaco, siendo ésta la razón de que cuando nos referimos a nosotros mismos automáticamente llevamos la mano al pecho. Las opiniones de Eduard Punset son puras divagaciones sin ningún asidero lógico o científico. Saludos. Claudia
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