martes, 25 de septiembre de 2007

La decadencia de la Universidad en Europa o el por qué los norteamericanos copan los premios Nobel

Todos, absolutamente todos los premios Nobel científicos que este año ha concedido la Real Academia Sueca de Ciencias han ido a parar a ciudadanos norteamericanos, que estudiaron en universidades norteamericanas y que ahora imparten su saber en el sistema educativo norteamericano. Del pleno conseguido este año por los USA en lo que a los Nobel se refiere daba cuenta a mediados de noviembre el profesor Xavier Sala-i-Martín, catedrático de la Universidad de Columbia y profesor visitante de la barcelonesa Pompeu Fabra, en un interesantísimo artículo aparecido en el diario La Vanguardia.

Sala-i-Martín hacía recuento de los galardonados: un médico de Stanford y otro de la Massachusetts Medical School; un economista de Columbia; un químico de Stanford; un físico de Berkeley, y otro físico más de la NASA. “Toda una demostración de la superioridad universitaria de los Estados Unidos”. Si a los citados le añadimos el Nobel de Literatura, que este año ha recaído en el turco Orhan Pamuk, profesor también de la universidad de Columbia, el éxito de la universidad norteamericana podría ser calificado de total.

Y en Europa, ¿qué ocurre en Europa? ¿Por qué las universidades europeas, faro científico y humanístico a nivel mundial tiempo atrás, no se comen hoy una rosca? En el año 2000, los líderes de la Unión Europea se reunieron en Lisboa para redactar uno de los proyectos teóricamente mejor encaminados que jamás haya alumbrado la Unión: la llamada Agenda de Lisboa, que, entre otras cosas, anunciaba la voluntad de convertir al viejo continente en líder mundial en tecnología, conocimiento y competitividad en el año 2010. Desde entonces nada se ha sabido de esa Agenda ni de tan bellos propósitos. La Europa decadente sigue viviendo del resplandor de antaño, mientras sus universidades languidecen de espaldas no ya a la empresa sino a la propia sociedad, convertidas, particularmente las españolas, en auténticas factorías de titulados universitarios en paro.

En opinión de Sala-i-Martín, 17 de las 20 mejores universidades del mundo son americanas. De las tres restantes, dos son inglesas (Oxford y Cambridge, que resisten con entereza, a pesar de todo, su evidente declive), y una asiática, Tokio. Ni una sola de la Europa continental. ¿A qué se debe tamaño desastre? Una explicación es que los norteamericanos gastan más dinero en educación que los europeos. Pero, más que de una cuestión de dinero, estamos ante una cuestión cultural, incluso mental. Hace tiempo que los norteamericanos superaron la vieja disyuntiva entre educación pública y privada, porque la pública puede ser, y de hecho es, tan buena como la privada, como demuestra el hecho de que 8 de las 17 mejores universidades USA son públicas, entre ellas la famosa Berkeley, en California.

El problema de Europa es que para los norteamericanos la enseñanza, lejos de ser una obligación que incumbe a los Estados, es un empeño en el que participa activamente una sociedad civil volcada en la búsqueda de la calidad, la aspiración a la excelencia, y la promoción del talento, una meta en la que participa activamente el mundo empresarial a través de ese infalible mecanismo que caracteriza a las sociedades libres y que tanto pavor causa en nuestras elites universitarias: la competencia, la competencia rabiosa entre instituciones universitarias a la hora de contratar a los más prestigiosos profesores y matricular a los más inteligentes y laboriosos alumnos, así como también a la hora de buscar financiación pública y privada, teniendo siempre presente la aspiración a la autofinanciación mediante la venta a las empresas de no pocas innovaciones tecnológicas salidas de los laboratorios universitarios.

Estamos, pues, ante modelos culturales claramente, cuando no radicalmente, distintos. Frente al modelo norteamericano, se yergue el caso europeo y, muy particularmente, el español, donde la universidad, fundamentalmente pública, sigue viviendo de espaldas a la sociedad y a la empresa, una especie de ente extraño al que las familias menos pudientes envían a sus hijos para que al cabo de unos años regresen a casa con un título bajo el brazo de dudosa utilidad. Con el presupuesto universitario a cargo del Estado, el profesor joven, culto e inquieto que intente hacer carrera merced a su propio talento, chocará pronto con la esclerótica estructura de los Departamentos, donde reina cual señor feudal el cátedro de turno, dispuesto a hacer valer como único baremo de excelencia el servilismo más arrastrado hacia su persona.

Metidos en la feria de los localismos que nos invade, cualquier capital de provincia cuenta hoy en España con instalaciones universitarias de toda índole. El descenso en el número de alumnos provocado por el cambio demográfico y la falta de incentivos a la hora de atraer a personal docente cualificado, cuando no las barraras lingüísticas impuestas por los nacionalismos, amenaza con convertir tales universidades en auténticos eriales desde le punto de vista de la excelencia universitaria.

Termino citando textualmente un párrafo del artículo de Sala-i-Martin en La Vanguardia: “Los detractores oficiales de lo americano dicen que la competencia conlleva elitismo y que en EEUU sólo los ricos pueden acceder a la universidad, lo cual no es del todo cierto: todos los ciudadanos americanos tienen derecho a asistir a una universidad pública gratuita, muchas de las cuales son líderes mundiales. El gobierno federal gasta unos 100.000 millones de dólares en becas, el 25% de los hijos de familias pobres van a la universidad y, lo más importante, las mejores universidades privadas (Harvard, por ejemplo, no cobra matrícula a las familias con ingresos inferiores a 40.000 dólares anuales y ofrece grandes descuentos a las que cobran menos de 60.000 dólares) son gratis para los hijos de las familias menos favorecidas”. El resultado es que la media de jóvenes norteamericanos que van a la universidad supera a la europea, con la ventaja añadida de poder estudiar en las mejores universidades del mundo.

Por Jesús Cacho. El confidente digital

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